Por Osiris Troiani
La victoria del peronismo en la
jornada del 6 de setiembre ha disipado el proyecto oficialista de reforma
constitucional. El radicalismo no se expondrá a una nueva confrontación
electoral en los próximos dos años. Los peronistas no ayudarán a reunir los dos
tercios en ambas cámaras para declarar la necesidad de la reforma. Y todas las
otras corrientes políticas consideran intangible el texto sagrado.
Por mi parte, siempre fui partidario
de la reforma; pero cambié de opinión al conocer los propósitos del partido
gobernante: facilitar la conjunción de los dos partidos mayoritarios. Yo creo,
en cambio, que deben seguir cada uno por su camino y presentarse por separado
ante el cuerpo electoral. No deben dar la impresión de que son una sola cosa,
como intenta demostrar Alsogaray; en ese caso, no quedaría más alternativa que
él.
Claro que la Constitución histórica
necesita reformas. Es anacrónica: refleja las aspiraciones de una sociedad que
no logró concretarlas y que ya no existe. Fue dictada cuando aún no existían
los partidos ni los grupos de presión, que han transformado la realidad
política y económica.
Pero algunos de los cambios propuestos
empeorarían el sistema. En estos tiempos, que requieren más acción, más
decisión, el parlamentarismo no es superior al presidencialismo. Y el mandato
de seis años, sin reelección inmediata, es preferible al de cuatro años con
ella, que nos hundiría en un electoralismo sofocante.
Es bueno elegir presidente cada seis
años, plazo suficiente para cumplir una obra de gobierno. Y es razonable
juzgarla cada dos años, primero renovando la confianza y luego concediendo al
presidente una oportunidad más.
Es lo que acabamos de ver. La UCR,
triunfante en el 83, se afianzó en el 85; pero en el 87 cayó vencida en todas
las provincias, menos dos. Ahora deberá hacer un ímprobo esfuerzo para seguir
después del 89 al frente del Estado nacional.
Yo no creo que el pueblo siempre tiene
razón; creo que a menudo se equivoca; sin embargo, vean ustedes la exacta
correspondencia entre la estructura del calendario electoral y el hábil
comportamiento cívico de los argentinos en el último cuarto de siglo.
Al término de la reciente dictadura
hemos votado por el partido que en el período 1963-66 supo garantizar el orden
y la tranquilidad, relegando al otro, que no nos aseguró esos bienes durante la
anterior experiencia democrática. A los dos años hemos renovado la confianza en
el gobierno radical; aunque su caudal electoral disminuyó en un millón de
votos, su mayoría se incrementó levemente en Diputados, expandiéndose a las
provincias que habían seguido fieles al otro partido popular. Las elecciones
del cuarto año han devuelto la primacía al PJ. Ha sabido renovarse,
democratizarse, mientras que la UCR ha desvalorizado su idoneidad gubernativa y
contraído los vicios de su adversario: el personalismo, el verticalismo, la
soberbia, la verborragia, el torpe escamoteo de la verdad.
Los radicales, eclipsando el carisma
de su jefe, antes invicto; acosados por una implacable crisis económico-social,
que se agravó en estos años, y por implacables factores externos que no
respondieron a sus expectativas –ni lo harán-, deben avanzar cuesta arriba en
los dos que les quedan.
Es muy difícil recuperar votos
perdidos. Los indecisos –que son los que deciden-, serán tentados por la
ilusión del cambio: el ser humano no aprecia lo que tiene, prefiere lo imaginario.
Los electores juveniles que esta vez no votaron, en el 89 serán sensibles al
tentador mensaje justicialista.
Alfonsín confirmó al equipo económico
de la derrota y ordenó un nuevo “ajuste”, sin consultar previamente a los otros
partidos, ni siquiera al suyo. Lo invitó una vez más a concertar un pacto
político y social, empeño tantas veces intentado y tantas otras malogrado. Pero
ahora es aún más improbable que los partidos y las organizaciones sociales
pacten con un gobierno debilitado.
“No pretendemos que nadie pague los
costos políticos que, por las reglas claras del juego de la democracia, debe
asumir el gobierno”, dijo en su discurso del 14 de octubre. “Hay que desactivar
la bomba inflacionaria y hacerlo antes posible”.
Se necesita una fe milagrosa en la
democracia para imaginar que los adversarios aceptarán pagar los costos
políticos que el gobierno asume generosamente. Aunque lo digan, aunque lo disimulen.
Una cosa es la democracia y otra el suicidio político.
Si el gabinete reorganizado y el nuevo
“ajuste” no consiguen frenar las feroces remarcaciones de precios y sosegar a
la dirigencia sindical tendrán corta vida. Pero sólo después de desactivar la
bomba inflacionaria podrán empezar los radicales a descontar los 600.000 votos
de diferencia que este año les sacó el PJ.
Todo es posible, si Alfonsín recupera
la estrategia imaginativa y el realismo político que lo llevaron al poder. Pero
él tiene, quizá, la mente puesta en 1995.
Revista PANORAMA SIETE DÍAS 1054 – 22
de octubre de 1987.
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