viernes, 6 de mayo de 2022

EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO

   


   Cuando vamos al médico lo primero que éste hace es interrogarnos acerca de nuestras enfermedades del pasado y de todo otro antecedente que le permita confeccionar una "ficha clínica", cuyo objeto no es sino poder descifrar adecuadamente nuestro estado actual, porque éste es -lógica e inevitablemente- el resultado de un proceso que no sólo se extiende hoy hasta nuestra infancia sino aun hasta los primeros días de nuestra vida y, más aún, hasta los meses vividos en el vientre materno. Porque todo tiene que ver con nuestro presente, con nuestros trastornos actuales, porque tal es nuestra historia. Sin el conocimiento del pasado,  o con su olvido (que es lo mismo, o peor) quedamos suspendidos en un ininteligible y absurdo presente, radicalmente cercenados, desnudos de ser. Hoy que está de moda hablar de vaciamiento, advertimos que hay uno más delicado e inmoral que el de empresas: es el vaciamiento de la historia. Curiosamente, en éste suelen incurrir quienes con más énfasis denuncian el otro. 

   Desde antiguo se tuvo conciencia de esto. Por eso Herodoto se puso a registrar "los hechos del pasado" para que "quedaran en la memoria de los hombres", porque resultaría "indigno y peligroso" no hacerlo. Y Cicerón no dudó en señalar que el conocimiento y la memoria del pasado eran fundamentales, porque "la historia es la maestra de la vida". Toda la historiografía, la crítica histórica, la filosofía de la historia, la teología de la historia y aun hoy las escatologías, no son sino el esfuerzo denodado de la humanidad para entenderse a sí misma, para dar dirección y sentido a su existencia.

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   ¿Cómo es posible que si se considera necesario conocer y recordar lo sucedido en 1853, o en 1810, o en 1766, o aun lo acontecido entre los asirios y los caldeos, los persas o los egipcios hace tres o cuatro mil años, se diga que hay que olvidar, por ejemplo, lo que sucedió en el país hace veinte o cuatro o dos años? ¿Es así como se piensa dar un diagnóstico adecuado de nuestros males y procurar su solución? La enfermedad que padecemos ¿podrá ser detectada y superada sin una completísima ficha clínica que autobiografíe nuestro proceso histórico hasta este presente que también padecemos? ¿Qué extraña teoría es ésta? Olvidar, es decir, omitir, ignorar, desconocer, ocultar, esquivar, falsear, callar. Si esto fuera bueno habría que suprimir ya mismo todos los cursos de historia en todas las escuelas del país, urgentemente, porque recordando nuestros males, nuestras deficiencias, nuestras luchas, no ganaríamos nada.

   Marchar hacia el futuro -dicen algunos-. Pero ¿es posible marchar hacia lado alguno si ignoramos de dónde venimos (que es como decir quiénes somos)? Más aún, ¿se puede tener siquiera idea del futuro si no se conoce el pasado? ¿No es que hay futuro sólo porque hubo pasado? ¿Acaso el pasado no es lo que antes fue futuro, tras el fugaz e inextenso presente, que tanto preocupaba a San Agustín? 

   Olvidar sería, en primer lugar, negarse a conocer no sólo el pasado sino el presente y el futuro, sería un disparate epistemológico, un sin sentido. Pero sería también, y esto es aún más grave, una aberración moral, una inapelable injusticia; sería suprimir las fronteras entre el bien y el mal, entre el ser y el no ser; hundirse en el abismo de la irracionalidad y de la inmoralidad. 

   Pero no todos buscan la amnesia. Ese suele ser sólo un primer pretexto. Pronto el "olvido" se transforma en deformación del pasado. En negar lo que sucedió y en inventar cosas que jamás existieron. En estos casos, no hay olvido, sino malversación de la historia. Y así se la contaron a muchos jóvenes, lamentablemente.

   En tanto, los otros, los que buscan el "olvido", miran para todos lados menos para donde deben mirar. Emplean voces con sordina y se desplazan por túneles políticos, eludiendo dar la cara al sol y enfrentar el rostro al aire fresco. Estos son particularmente responsables, porque saben muy bien cómo sucedieron las cosas, fueron ellos mismos protagonistas de los años "olvidados", los beneficiarios de aquello de lo que hoy reniegan. Qué triste es el espectáculo que ofrecen. Qué blando es el gesto, que grisácea la figura, qué viscoso el medio de su actuación. Preclaros exponentes de la mayor bastardía moral, se suman a diario -sin querer queriéndolo, porque nunca quieren demasiado nada- al proceso totalitario, a la teurgia y a la liturgia de la humillación cotidiana. Se han hecho diestros en esquivar la verdad, hábiles en amontonar palabras que no dicen nada, destinadas sólo a formar generaciones de opas, tartajeantes y asinérgicas o, en todo caso, violentas y asesinas. Pero eso sí, en nombre de "la paz".

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    Los pueblos, como los individuos, crecen moral y materialmente cuando están firmenmente sostenidos en su pasado histórico, cuando aprovechan la rica experiencia propia y ajena. En el resurgimiento de Alemania se tuvo bien a la vista -lejos de olvidarse- la experiencia nazi. En el formidable desarrollo argentino posterior a Caseros se recordaba a diario la tiranía abatida. A nadie se le ocurrió decir que había que marchar hacia el futuro sin mirar al pasado, o hacer la apología del desorden en nombre de una inexistente paz. Esto hubiera sido un extraño galimatías para Alberdi, Sarmiento, Mitre, Avellaneda, Estrada o Esquiú. 

   Sólo el tiempo fecundiza la tierra. Sólo la tridimensionalidad de la memoria distingue al hombre de las bestias. Además, ¿cómo olvidar el pasado si el presente se le va pareciendo tanto? Los pueblos deberían imitar a Marcel Proust, cuando se lanzó a la búsqueda del tiempo perdido, que es como decir, la dignidad perdida, nuestra nostálgica y menesterosa condición humana.

JORGE LUIS GARCÍA VENTURINI

LA PRENSA, Buenos Aires, 21-9-1974