Marco Denevi
Lo primero que salta a la vista: la
ciudadanía optó entre el peronismo y Alfonsín. No digo entre dos partidos o
entre dos candidatos sino entre un movimiento y un hombre. Con la consecuencia
de que el movimiento perdió y el hombre ganó (como lo prueba el hecho de que,
ahí donde no se jugaba el triunfo personal de Alfonsín, por ejemplo en la
elección de gobernadores, los sufragios en favor de sus correligionarios hayan
disminuido, y, en no pocas provincias, perdido la elección).
En cuanto a los terceros en discordia,
Alende, Frigerio, Martínez Raymonda, Manrique, etc., prácticamente no fueron
tomados en cuenta como alternativas para Presidente de la República.
Esto significa que el binomio
gobierno-oposición se planteará en los mismos términos que en 1946 y en 1973,
con la única diferencia de que se han invertido los titulares. Por un lado, el
gobierno en manos de un movimiento que en el pasado era el que se organizaba
alrededor de Perón y que ahora es el que se ha nucleado en torno de Alfonsín.
Por el otro lado, un partido que antes era radical y ahora será el
justicialista.
Dejo aparte, en estas reflexiones a
vuelo de pájaro, los matices que introduzcan en el Parlamento otros grupos
políticos minoritarios, porque de todos modos la batuta de la oposición la
manejará allí el justicialismo.
Un sistema bipartidista, lejos de
perjudicar a la democracia, puede fortalecerla. Como nos lo acaba de hacer
notar a los argentinos el enviado especial del diario ABC de Madrid, Salvador
López de la Torre, el bipartidismo impide que la única solución para quitarle
el poder a un partido eternizado en el gobierno y culpable de ineficacia sea el
golpe militar a falta de partidos de recambio.
Por eso es malo que haya un solo
partido en condiciones de ganar y, frente a él, una constelación de pequeños
partidos sin ninguna chance de triunfo. Pero es bueno que dispongamos de dos
partidos que puedan alternadamente tener acceso al gobierno sin necesidad de
hacer demagogia para captarse el apoyo de una gran masa indecisa o en babia ni
de transformarse en un potpurrí político donde Montescos y Capuletos sean todos
bienvenidos sin otra condición que la de votar por un mismo candidato.
En la Argentina, desde 1946, las
elecciones las ganaba siempre el peronismo, pero no como partido sino como
movimiento pluripolítico consolidado alrededor de la figura de Perón, y siempre
la perdían los partidos, fieles a sus ideologías, a sus principios, sobre todo
el radicalismo, orgulloso de su pureza química.
Parecería que ahora ese cuadro no se
ha modificado, aunque con la diferencia que ya apunté: peronismo y radicalismo
han hecho un trueque de papeles. Por Alfonsín votaron los radicales y, en igual
proporción, argentinos no radicales, tantos que es imposible suponer que todos
se volvieron radicales de golpe. Así, Alfonsín ya tiene el derecho (y la
responsabilidad) de creerse el líder de un movimiento que va más allá del radicalismo puro. Mutatis
mutandis, es la repetición del caso Perón.
Alfonsín, pues, está frente a un
enigma que Perón resolvió a su modo y que él deberá resolver al suyo: gobernar
sentado no sobre una unidad política sino sobre un pluralismo ideológico cuyas
expectativas tendrá que satisfacer para que el movimiento que tan bien funcionó
el 30 de octubre no empiece después a fragmentarse y termine por ser una bolsa
de gatos. ¿Es demasiado fantasioso desear que, desde el poder (que es siempre
un gran aliado), Alfonsín trate de convertir lo que le día de las elecciones
fue una acumulación aritmética de votos en un nuevo partido político, moderno,
joven, dinámico, coherente y, por supuesto, democrático, que persista en el
futuro para asegurarnos el juego del bipartidismo?
En cuanto al peronismo, también él se
halla delante de un desafío que compromete su porvenir. No sé si perdió la
totalidad de las adhesiones extrapartidarias y si ya no cuenta sino con los
votos de los peronistas que, por la razón que fuere, seguirán siendo
peronistas. De cualquier manera, creo yo, deberá encarar con seriedad el nuevo
papel que le toca desempeñar. Hasta ahora siempre victorioso, no conoció esa
amargura que da origen a los cismas (los radicales algo saben de eso). Ya no
les falta sólo el líder. También les falta ese elemento aglutinante que es el
triunfo electoral. A la primera desgracia pudieron sobreponerse. Sepan
sobrevivir también a la otra. No debería complacer a nadie la quiebra del
peronismo.
Y en cambio sí nos beneficiará a todos
que el acre sabor de la derrota en las urnas (una derrota siempre momentánea)
lo invite a un examen lúcido de la realidad. Todos nos preguntamos por qué
tanta gente votó por Alfonsín. ¿No deberían ser los peronistas los primeros en
formularse ese interrogante? Ojalá que la respuesta que honestamente obtengan
redunde en su propio beneficio y en el beneficio del país.
Mientras tanto de ellos esperamos que,
desde la oposición, no hagan del despecho o del deseo de desquite sus armas
políticas. Aún reducidos a la sola solidaridad partidaria, forman un partido
poderoso. Justamente, nada es más útil a la democracia que un partido poderoso
en el papel de opositor. Acaso por no haberlo tenido, el peronismo en el
gobierno cometió tantas equivocaciones.
Ahora pensemos todos en la pobre
Argentina, moribunda, necesitada menos de medicinas que de amor.
Revista GENTE 954 – 3 de noviembre de
1983.