domingo, 5 de noviembre de 2017

DESDE EL MIRADOR DE MARCO DENEVI

 Marco Denevi

Lo primero que salta a la vista: la ciudadanía optó entre el peronismo y Alfonsín. No digo entre dos partidos o entre dos candidatos sino entre un movimiento y un hombre. Con la consecuencia de que el movimiento perdió y el hombre ganó (como lo prueba el hecho de que, ahí donde no se jugaba el triunfo personal de Alfonsín, por ejemplo en la elección de gobernadores, los sufragios en favor de sus correligionarios hayan disminuido, y, en no pocas provincias, perdido la elección).

En cuanto a los terceros en discordia, Alende, Frigerio, Martínez Raymonda, Manrique, etc., prácticamente no fueron tomados en cuenta como alternativas para Presidente de la República.
Esto significa que el binomio gobierno-oposición se planteará en los mismos términos que en 1946 y en 1973, con la única diferencia de que se han invertido los titulares. Por un lado, el gobierno en manos de un movimiento que en el pasado era el que se organizaba alrededor de Perón y que ahora es el que se ha nucleado en torno de Alfonsín. Por el otro lado, un partido que antes era radical y ahora será el justicialista.
Dejo aparte, en estas reflexiones a vuelo de pájaro, los matices que introduzcan en el Parlamento otros grupos políticos minoritarios, porque de todos modos la batuta de la oposición la manejará allí el justicialismo.

Un sistema bipartidista, lejos de perjudicar a la democracia, puede fortalecerla. Como nos lo acaba de hacer notar a los argentinos el enviado especial del diario ABC de Madrid, Salvador López de la Torre, el bipartidismo impide que la única solución para quitarle el poder a un partido eternizado en el gobierno y culpable de ineficacia sea el golpe militar a falta de partidos de recambio.
Por eso es malo que haya un solo partido en condiciones de ganar y, frente a él, una constelación de pequeños partidos sin ninguna chance de triunfo. Pero es bueno que dispongamos de dos partidos que puedan alternadamente tener acceso al gobierno sin necesidad de hacer demagogia para captarse el apoyo de una gran masa indecisa o en babia ni de transformarse en un potpurrí político donde Montescos y Capuletos sean todos bienvenidos sin otra condición que la de votar por un mismo candidato.
En la Argentina, desde 1946, las elecciones las ganaba siempre el peronismo, pero no como partido sino como movimiento pluripolítico consolidado alrededor de la figura de Perón, y siempre la perdían los partidos, fieles a sus ideologías, a sus principios, sobre todo el radicalismo, orgulloso de su pureza química.

Parecería que ahora ese cuadro no se ha modificado, aunque con la diferencia que ya apunté: peronismo y radicalismo han hecho un trueque de papeles. Por Alfonsín votaron los radicales y, en igual proporción, argentinos no radicales, tantos que es imposible suponer que todos se volvieron radicales de golpe. Así, Alfonsín ya tiene el derecho (y la responsabilidad) de creerse el líder de un movimiento  que va más allá del radicalismo puro. Mutatis mutandis, es la repetición del caso Perón.
Alfonsín, pues, está frente a un enigma que Perón resolvió a su modo y que él deberá resolver al suyo: gobernar sentado no sobre una unidad política sino sobre un pluralismo ideológico cuyas expectativas tendrá que satisfacer para que el movimiento que tan bien funcionó el 30 de octubre no empiece después a fragmentarse y termine por ser una bolsa de gatos. ¿Es demasiado fantasioso desear que, desde el poder (que es siempre un gran aliado), Alfonsín trate de convertir lo que le día de las elecciones fue una acumulación aritmética de votos en un nuevo partido político, moderno, joven, dinámico, coherente y, por supuesto, democrático, que persista en el futuro para asegurarnos el juego del bipartidismo?

En cuanto al peronismo, también él se halla delante de un desafío que compromete su porvenir. No sé si perdió la totalidad de las adhesiones extrapartidarias y si ya no cuenta sino con los votos de los peronistas que, por la razón que fuere, seguirán siendo peronistas. De cualquier manera, creo yo, deberá encarar con seriedad el nuevo papel que le toca desempeñar. Hasta ahora siempre victorioso, no conoció esa amargura que da origen a los cismas (los radicales algo saben de eso). Ya no les falta sólo el líder. También les falta ese elemento aglutinante que es el triunfo electoral. A la primera desgracia pudieron sobreponerse. Sepan sobrevivir también a la otra. No debería complacer a nadie la quiebra del peronismo.
Y en cambio sí nos beneficiará a todos que el acre sabor de la derrota en las urnas (una derrota siempre momentánea) lo invite a un examen lúcido de la realidad. Todos nos preguntamos por qué tanta gente votó por Alfonsín. ¿No deberían ser los peronistas los primeros en formularse ese interrogante? Ojalá que la respuesta que honestamente obtengan redunde en su propio beneficio y en el beneficio del país.

Mientras tanto de ellos esperamos que, desde la oposición, no hagan del despecho o del deseo de desquite sus armas políticas. Aún reducidos a la sola solidaridad partidaria, forman un partido poderoso. Justamente, nada es más útil a la democracia que un partido poderoso en el papel de opositor. Acaso por no haberlo tenido, el peronismo en el gobierno cometió tantas equivocaciones.
Ahora pensemos todos en la pobre Argentina, moribunda, necesitada menos de medicinas que de amor.

Revista GENTE 954 – 3 de noviembre de 1983.