por José Luis de Ímaz
¿Recuerdan que el
método de Toynbee era el de “estímulo-respuesta”? No se trataba de una relación
dialéctica, tampoco de una marcha unilineal, menos aún de círculos cerrados,
porque su rueda de la historia, rodando, rodando, avanzaba. Todo dependía de
que el estímulo fuera bien aprehendido; o no. De ahí que surgieran
civilizaciones, u oportunidades desperdiciadas, según el “elan vital” de las
minorías y la mímesis de las mayorías. Si el estímulo resultaba aprovechado, se
extendía el área físico-cultural de esa civilización (lo que Toynbee llamaba “el
limen”) hasta toparse con “el limes” o zona de conflicto. Cuando la
confrontación entre civilizaciones –seguimos con el historiador británico-
tenía rápido desenlace se expandía el radio de acción de la superior; si el
conflicto se prolongaba indefinidamente el tiempo corría en favor de la
inferior (los norteamericanos no entendieron que la vieja Indochina era un “limes”
desde la época francesa).
Obviamente
un Toynbee ecuménico desperdigado en 7000 años de historia, no pudo interesarse
ni por una página en nuestro siglo y medio suburbano (qué descansada vida,
dirían –si lo supieran- los escolares franceses que tiene que repetir de
memoria la lista de los reyes Capetos. O los españolitos, con la suya de los
godos y visigodos). Por eso, ante esta página argentina en blanco podríamos
darnos el gusto de ser toynbiamos sin Toynbee, con tal que nos ciñamos
ortodoxamente al método. Les propongo este ejercicio: supongamos que aisláramos
tres diferentes estímulos: dos externos y uno interno.
Primer
estímulo: Napoleón invade España.
Segundo:
el desierto.
Tercer
estímulo, y otra vez externo: el lapso de la gran depresión más la segunda
guerra mundial.
La
invasión napoleónica suscitó una inmediata respuesta: extendimos un inédito “limen”
sobre la administración peninsular y hasta bien lejos en tierra americana. Pero
cuando cedió el estímulo originario –y en Europa sentó sus reales la Santa
Alianza- en vez de mantenernos en vilo, perdimos serenidad, y/o buscamos
cabezas coronadas, o nos ofrecimos a Gran Bretaña, o algunos de nuestros países
se cobijaron en la Doctrina Monroe. (Toynbee sobrevalora un poco el rol
estimulante: por ahí escribió que España dejó de estar en “tensión histórica” en
cuanto redujo a los árabes).
Segundo
estímulo, local: el desierto. Las respuestas las brindaron Alberdi y Roca. Y
nuestro “limen” se extendió con los ferrocarriles y los gringos en cuanto se
concluyó el “limes” de la frontera con los indios. Pero es verdad que cuando
terminó el desierto- con los colonos del Chaco y los alemanes y ucranianos de
Misiones- también entró en baja nuestro “elan colectivo”. Si yo fuera un
toynbeano ortodoxo aquí me detendría creyendo haber encontrado “toda” la
explicación, pero como no es así, como sólo me propuse este ejercicio…
Tercer
estímulo: los coletazos de la gran depresión y la segunda Guerra Mundial modificaron
nuestra estructura económica, que “ya venía” de una incipiente substitución de
importaciones. A partir de aquellas precauciones nuestro “limen” creció hacia
arriba con las chimeneas y horizontalmente en los barrios de la emigración
interna.
Cuando
las civilizaciones –o un país para el menguado caso- se detienen o comienzan un
proceso involutivo, se debería –siempre según el maestro- que las minorías
fracasan sucesivamente en su intento de dominar el contorno, y a que las
mayorías –faltas de modelos estimulantes- se preguntan ¿a quién seguir? ¿tras
qué ejemplo? ¿y para qué?
Lo
más parecido que hay a un ruso, me decía un diplomático norteamericano que
sirvió cinco años en la URSS y otros tantos en nuestro país, es un argentino.
Porque a ambos los domina la creencia de que por sí solos son incapaces de
modificar su destino; que algo planea por sobre sus vida individuales, que
éstas ya están escritas, o hay alguien que se las escribe, inermes, en una
atmósfera de implacable fatalismo. Sólo que en Rusia me decía el diplomático,
aparte del régimen, está la justificación de China.
Toynbee
–un enamorado del crecimiento de las civilizaciones- dedicó las más duras de
entre sus páginas a la mentalidad fatalista. Incluso podríamos legítimamente
suponer que el fatalismo de Spengler fue el estímulo, y los trece tomos del “Estudio”
su respuesta. No hay nada más trágico –decía el profesor británico- que los
pueblos que demisionan.
Revista TODO ES HISTORIA 130 – Marzo
de 1978.