JORGE L. GARCÍA VENTURINI
Aberraciones del comportamiento humano
las ha habido desde los orígenes de la historia. Cuando al fin de los tiempos
se haga el balance definitivo, habrá de ocupar uno de los primeros puestos lo
que hoy conocemos como violencia subversiva. Esta sinrazón de la razón, este
sentido del sinsentido, esta forma absurda del absurdo.
Si toda conducta humana, individual o
colectiva, tiene siempre su última raíz en una posición filosófica, en una
elaboración intelectual, esto que se desarrolla ante nuestros ojos la ha tenido
en grado eminente. ¿Cómo no recordar, por ejemplo, ese libro de F. Fanon Los
condenados de la tierra, donde el autor argelino hacía un llamado a la
liquidación de todo lo que fuera cultura y, explícitamente, arengaba a lanzarse
a la destrucción de Europa? ¿Un loco? ¿Un desoído por los hombres sensatos y
por los que ocupan lugares de responsabilidad política o intelectual? Un loco,
puede ser. Un desoído, en absoluto. Este libro increíble lleva prólogo
laudatorio de Jean-Paul Sartre, fue traducido a multitud de lenguas, y el
retrato de su autor luce –lucía al menos hasta hace unos días- en prestigiosas
librerías de Buenos Aires.
Ah, Sartre! Ya no sabiendo qué
alentar, qué propiciar, también unió su voz a uno de estos desequilibrados que
quieren, nada menos, que destruir Europa y todo rasgo de civilización, con lo
cual el mismo Sartre sólo lograría destruirse a sí mismo. Referimos esta
circunstancia, una entre muchas, porque nos parece que resume de alguna manera
este fenómeno que enluta y avergüenza a la humanidad. Casi simultáneamente, un
personaje perteneciente a la más exquisita élite parisiense, Pierre Trotignon,
escribía en L’Arc: “La civilización actual tiene que ser barrida. La tarea
filosófica del intelectual de nuestra época debe ser la subversión absoluta. La
filosofía será terrorista, unida a una política terrorista”. Y también Marcuse,
y Dutschke y tantos otros.
Así se fue gestando la barbarie. En
las altas esferas de la inteligencia, en una abrupta labor de autonegación, de
autodestrucción. Nada habría de quedar en pie, ni la inteligencia misma, ni la
más mínima norma moral, ni el sentido común siquiera.
Qué buscan estos maníacos de la
destrucción? ¿Cuál es la propuesta política de este terrorismo patológico, que
hemos padecido y aún padecemos también los argentinos, por acción o complicidad
de las más altas esferas del poder populista que desgobernó el país? Ante el
gran interrogante, ante la pregunta fundamental, sólo parece haber una
respuesta: nada. O mejor, la nada. Esto es, el nihilismo absoluto. La
destrucción sólo tiene un fundamento: la destrucción; la negación sólo tiene un
fundamento: la negación; la violencia sólo tiene un fundamento: la violencia
misma. No hay que confundirse. Este terrorismo patológico es un buen aliado del
marxismo, pero está más allá de todas las formas propuestas por Marx. Sus
raíces son más nietzscheanas que marxistas, su finalidad más que la
construcción de una sociedad comunista es la destrucción de toda forma de
sociedad. Sus mismos hacedores encienden la pira de su propio holocausto. El
nihilismo es la nada por la nada misma, la nada como consigna, como medio, como
fin. Molnar lo mostró lúcidamente en su libro La izquierda vista de frente. No
se trata sólo de destruir los valores estéticos tales como la belleza, el buen
gusto, la proporción, el estilo, la calidad, la selección. El proceder mismo es
artero, viscoso, cobarde, subalterno, carente de esa dignidad que tiene la
lucha abierta, la pelea frontal.
Hay resistencias dignas a un régimen,
puede haber incluso una guerrilla digna, como la de los maquis durante la
ocupación nazi. Pero esto es otra cosa. Ir a sacar a un hombre inerme de su
casa –recuerden, argentinos- o arrojar una bomba porque sí, para matar a
cualquiera, son cosas miserables, signos de una irracionalidad inapelable, más
graves aún, si cabe, porque se realizan en sociedades abiertas, básicamente
libres, en las que, con todos los defectos que se quiera, todavía se puede
pensar, disentir, reclamar al poder público por vías normales y civilizadas.
El terrorismo patológico, la
subversión violenta, el nihilismo absoluto, parecen instalarse más allá de la
política misma, más allá de cualquier programa de reformas sociales o de
sociedades posibles. Luce más bien como una seudomística, como una fuerza de
inspiración satánica que obnubila a cierta juventud, como un sopor, como una
droga, como una falsa religiosidad. Un verdadero flagelo que es menester
enfrentar y derrotar, para lo cual no bastará la fuerza sino que serán
necesarias altas y afinadas formas de acción docente y psicológica. Y será
necesaria la acción coordinada de todos los gobiernos y sectores de opinión
responsables del planeta, y especialmente la de padres y maestros, que sean
capaces de enseñar a sus hijos y alumnos que todavía es posible vivir en paz, o
pelear en todo caso, pero con dignidad, con hombría de bien.
JORGE L. GARCÍA VENTURINI
Revista GENTE 661 – 23 de marzo de 1978.
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